Hijos del padre

Hijos del padre

Los grandes tienen un común denominador en sus historias: Al comienzo de su peregrinaje por la vida se encontraron con ellos mismos. Hallaron su partida de nacimiento inscrito en algún barrio de la eternidad. Encontraron su licencia para servir a la humanidad firmada por alguna divinidad. Recibieron un mensaje que comunicar a su generación y heredar a la siguiente.

Esta es una constante en cada cultura, en cada generación y en cada religión.

Por ejemplo, el faraón. Un día, un hombrecillo del medio oriente, no sé qué habría bebido la noche anterior, el asunto es que una mañana despertó creyendo y haciendo creer a otros que era hijo del dios de turno, y luego edificó un milenario imperio egipcio. Otro ejemplo más cercano: Los incas. Un día, un sudamericano descubrió que lo que corría en sus venas era sangre de dioses, y al día siguiente edificó el poderoso imperio Tahuantinsuyo. La pregunta es, ¿qué serías capaz de edificar si descubrieras que eres hijo del único Dios verdadero?

Hasta antes de Jesús, nadie podía decir ser hijo de Dios (Jesús dijo que lo era y lo crucificaron, Luc 22:70-71). Hoy, debido a la influencia del catolicismo, todos se creen hijos de Dios.

¿Notan el contraste?

En la antigüedad, uno que otro se creía hijo del dios de moda y edificaba un imperio. Hoy todos se creen hijos de Dios, pero no todos edifican algo. ¿Por qué? Por la alta dosis de religiosidad en esa creencia, duradera incluso después de pasar al listado de conversos.

Una de las primeras lecciones que recibe un nuevo converso es que ahora es hijo(a) de Dios (Juan 1:12). Pero como para su oído religioso no es ninguna novedad —más bien, recién descubre que no lo era—, y sin contar que ni su maestro la tiene clara, lo que aprende es un estribillo sin poder iluminante. Hasta que un día, a veces bastante tiempo después, su mente es alumbrada por ese mismo versículo y ahora sí ya no necesita nada más.

¿Cuál es la lección? Una cosa es saber algo religiosamente, y otra conocer algo espiritualmente (revelación personal).

Sin embargo, sería descabellado afirmar que sin una revelación personal sobre Juan 1:12 es imposible emprender proezas en la vida. Lo que sí es claro, que sin esta revelación lo harás en calidad de «siervo de Dios», más no de «hijo de Dios». Y como llegar a esta revelación es un proceso, vivimos un gran tramo de la vida cristiana con mentalidad de siervos.

Esta puede ser una explicación del porqué «ser un siervo» sea la máxima aspiración del cristiano promedio, y «servir» la razón de su vida. Por eso se cambian de iglesia, por una donde puedan servir más y mejor. Por eso les encantan mensajes con títulos comoSiete cualidades para ser usados por Dios. Por eso reviven cuando les auguran Dios quiere usarte poderosamente en tal o cual área. Por eso su oración más lagrimosa es Señor, úsame. Por eso la meta de su testimonio es que se diga de él que es un siervo bien usado. Y por eso su oración pre-matrimonial es Señor, dame un siervo(a).

Tengo la ligera sospecha que lo anterior es cierto debido a la sombra de esclavitud del antaño español, en complicidad con un púlpito sobrecargado de versículos antiguo testamentarios enarbolarios al siervo de Dios.

En el Antiguo Testamento el personaje central visible es el siervo de turno, y según Cristo mismo el más grande fue Juan el bautista. Pero en el reino de Dios es el más pequeño (Mat 11:11-12). ¿Por qué? Porque Juan, y todos sus predecesores, fueron siervos. Y obviamente, el hijo más pequeño siempre será mayor que el más grande siervo.

Se supone que el púlpito debería renovar nuestra mentalidad de siervos a hijos. Pero si más se concentra en abordar pasajes bíblicos del Antiguo Testamento, con algunos versiculitos del Nuevo Testamento (que enarbola al hijo de Dios), lo más obvio es que produzca mentalidad de siervos al por mayor. Por eso la prédica es «sirve». El saludo es «hola siervo». El test vocacional es «en qué puedo servir». Y el motivo de gloria es «ya soy un siervo».

Hasta que un día… precioso día… poderoso momento… liberador minuto… mágico segundo… con sus propios ojos ven lo que realmente son en el corazón: ¡Hijos de Dios! (Luc 15:21ss) Por primera vez se dan cuenta que el hijo es mayor que el siervo (destino). Al fin comprenden que todo lo del padre es del hijo (provisión). Al fin comprenden que el hijo es hijo por cuanto es hijo (identidad).

Con esta luz resplandeciendo en sus corazones, ya no sirven al Señor por temor, sino por amor. Con esta verdad liberadora en sus mentes, ya no comienzan sus oraciones con «Jehová de los ejércitos», sino con un tierno y seguro «Padre nuestro» (Mat 6:9). Con esta revelación en sus huesos, ya no estiran la mano al cielo para implorar migajas, sino para para recibir su herencia.

¡Qué milagro sin comparación todo esto!

Si creías que la pregunta del millón de dólares es ¿para qué sirvo?, la del billón de dólares es ¿quién soy? ¡Bienaventurados lo que edifican en respuesta a la pregunta más valiosa! Jesús se presentó como el unigénito de Dios —y los religiosos lo crucificaron—, y basado en esa revelación dijo que edificaría su iglesia. ¿Cómo estás sobre edificando?

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