¡Nos vemos en la resurrección!

—Vente ya, mi amor, que mi papá está muriéndose.

Esa fue la súplica que me hizo mi esposa una tarde de Diciembre cuando la llamé a su celular.

No podía creer que estuviera tan grave mi suegro. Hace pocos días lo había dejado aún caminando, y ahora estaba postrado en cama. Todavía me duraban los 400 quetzales que me había regalado la madrugada que regresaba a Lima, y ahora ni podía ir al baño por sí sólo.

Don Mario 02

Todo comenzó una noche de Noviembre cuando encontré a mi esposa llorando con el teléfono al oído. Había llegado listo para contarle lo bien que me había ido, pero al verla con la cabeza agachada y rosándose el tabique con la otra mano, todo lo que quería saber es qué estaba pasando. Sólo me quedaba expectar la escena, y esperar pacientemente a que colgara el teléfono.

Ya enterado de los detalles, y sin pensarlo dos veces, al día siguiente fuimos a la agencia de viajes para adelantar la fecha de viaje. El plan inicial era viajar a Guatemala todos , pero dada la circunstancia, e impelado por la tierna súplica de un padre por ver a su única y última hija, consentí que se me adelantara un par de semanas. Mi papá —me dijo mi esposa— no sabe que su diagnóstico es terminal; al pedirme que me fuera a verlo sentí que quería despedirse.

Al día siguiente despegaron rumbo a Guatemala mi esposa e hijo, y empezó mi sufrimiento. Por vez primera nos separábamos. Mi único consuelo fue Loren necesita estar al lado de su padre, y en unos días más viajaré yo.

Hasta que llegó la hora de embarcarme rumbo a la tierra de mi amada. Salía a las 10 de la noche y llegaría a la hora del almuerzo del día siguiente debido a la escala en Miami. Suficiente tiempo para ensayar cómo ministraría a mi suegro, sabiendo que no le quedaba muchos días.

Tengo un mal record en mis ministraciones a ancianos. Todos por los que he orado han partido al más allá inmediatamente. Por ello, una y otra vez preguntaba a Dios si esta vez habría una excepción.

Ni bien aterrizamos a suelo guatemalteco creo que fui el primero en bajar del avión. Ya saliendo a la última puerta, entre la multitud de gente esperando a gente salió mi hijo corriendo a recibirme. Su abrazo sanó mi sufrimiento, y su beso me ungió para cumplir mi misión.

El propósito de mi viaje no era visita familiar. Simplemente coincidía con la Conferencia de Dove Latinoamérica (ministerio al que pertenezco), y obviamente nos dieron libertad para ver a la familia.

Llegamos a la casa donde reposaba el progenitor de mi esposa, y directo pasamos al comedor. Mi suegro salió de su habitación a acompañarnos. Luego de los respectivos saludos me contó que estaba algo enfermo, y que no veía ya la hora de irse a su casa. Le seguí la corriente como si nada supiera, sin dejar de examinarlo visualmente. Su contextura siempre fue delgada, pero ahora lucía más delgado aún. Sus pómulos, gastados; su caminar, lerdo; su motricidad, cansada; su mirada, disimulada.

Mi reunión de Dove era de 3 días, por lo que no estaría en Guatemala ni por una semana —mi esposa postergó su regreso a Lima para después del año nuevo—. Así que tenía pocas horas para hacer lo que tenía que hacer. Los nervios me invadían, pues era la primera vez que me pondría mi sombrero de pastor para dirigirle la palabra. Nunca lo hice antes, pues sabía que podría ser mal interpretado toda vez que planeaba llevarme a su retoño. Jamás le discutí aún estuviera en desacuerdo con sus ideas, pues quería aliviarle el dolor de desprenderse de su niña. Ni siquiera lo tutee, pues no quería darle motivos para negarse en la pedida de mano.

Mi largo viaje en avión me sirvió para pensar en la palabra que le daría. Repasé los clásicos sermones. Me dije, si le hablo que Dios quiere darle una familia hermosa, me dirá que exactamente tiene eso. Si le hablo que Dios quiere prosperarlo, me enumerará sus bienes. Si le hablo que debería dar a los pobres, me sacará su lista de beneficiarios. ¡Rayos! ¡Por dónde lo agarro! La idea era prepararlo para la eternidad.

Al día siguiente, muy temprano, mi esposa y yo tocamos la puerta de su habitación, y habiéndonos llenado del poder del Espíritu Santo nos acercamos hasta su cama. Saqué mi espada de doble filo, la Biblia, y lo confronté con el más allá y con los puntos que hay que acumular aquí para el día de la gran premiación. Para mi sorpresa, me escuchó cual ovejita de mi grey. A todo lo que afirmaba asentía con la cabeza. Y cuando le impuse mis manos para orar, hasta juntó sus manos hacia su mentón y me dejó ministrarlo. Más luego supe que varios predicadores de la tele habían entrado a esa misma habitación para hacer lo mismo. Qué lindo, me dije. Me prepararon el camino, así como Juan el bautista preparó el camino para el Señor.

Parte de mi ministración incluyó el Salmo 23, en especial la parte donde dice aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo. Y para asegurar mi éxito, le puse la Biblia en audio a todo volumen. Días después supe que todos los días lo escuchaba.

En el avión también consideré una Santa Cena familiar. Me acordé que mi papá, usando su calidad de ministro, le sirvió a su padre, a punto de morir, el pan y el vino. Yo haré lo mismo, me animé, pero en este caso para con mi father in low. Así que, esa misma noche, hijos y nueras y nietos nos reunimos para celebrar la Santa Cena. Y fue mi privilegio servirle el pan y el vino, por primera y última vez.

Al día siguiente, muy de madrugada, mientras salía de la casa rumbo al aeropuerto, don Mario salió a mi encuentro y me regaló 500 quetzales. Lo tomé como una ofrenda. Y despidiéndome le dije: No se olvide, Salmo 23. Días después los hijos decían que a su papá le gustaba el salmo 23, y en virtud de ello inscribieron en la lápida «Jehová es mi pastor». Qué influencia la mía, sonreí.

A pocos días de estar en Lima, en una llamada rutinaria a Centro América, mi esposa me ruega con lágrimas que por favor vuele lo más inmediato posible. Le respondí que ya había hablado con la agencia de viajes para que me consigan tickets justo como para pasar la navidad juntos. Me replicó angustiada: ¡Vente ya, mi amor, que mi papá está muriéndose! Pensé que exageraba. Pero cuando sentí su aflicción en mi pecho, le prometí que enseguida arreglaría mis tickets para viajar lo más pronto.

Llamé a la agencia de viajes, y luego de mucho tecleo la señorita me dijo que sólo encontraba un cupo para el 30 de Diciembre. De lo muy profundo me salió una súplica: Para esa fecha ya estará muerto mi suegro; señorita necesito viajar si fuera posible esta noche. Tecleó más compasivamente y me consiguió el anhelado asiento. Entonces me fui tranquilo a comprar Inka cola y chicha morada y a alistar maletas.

Casi a punto de abordar el avión llamé a mi padre para pedirle sus oraciones. Le puse al tanto de la gravedad de mi suegro y me dijo: Vé hijo, despídete de tu suegro y dile: ¡Don Mario, nos vemos en la resurrección!. ¡Al instante quedé consolado!

Pisé nuevamente tierra maya y otra vez mi esposa y mi hijo me recibieron en el aeropuerto. Y mientras íbamos a casa, me puso al día de todo lo que estaba pasando. Me emocioné mucho cuando me contó que unas noches atrás su papá le llamaba a su cuarto para preguntarle cuándo regresaba yo. Y me preocupé mucho cuando otros días le decía que estuvo hablando conmigo. Allí estuvo sentado por mucho rato, le decía señalando la esquina del pie de su cama. Lo cual era imposible, pues yo me encontraba a varios miles de kilómetros de distancia.

Al fin llegamos a casa, y lo primero que hicimos fue ir a habitación de don Mario. Me sabía de memoria cuántos pasos tenía que dar, y adónde mirar para encontrarlo. Me intrigué al ver un tanque de oxígeno en la esquina, y me conmoví al ver postrado en cama a un moribundo don Mario, con sondas en la nariz, un oxímetro en el dedo, y respirando agitadamente. Recién pude comprender lo que mi esposa me decía. Me agaché muy estremecido, le acaricié la cabeza, y le saludé: Don Mario, buenas tardes; soy Justo. Mi esposa al lado le decía: Papá, aquí esta otra vez Justo. Me consoló la enfermera cuando dijo que sólo podía escucharnos. En la noche, otra vez mi esposa y yo entramos a visitarlo, le leímos el Salmo 23 y oramos.

Al día siguiente otra vez fui a visitarlo; esta vez sin mi esposa. Pregunté a la enfermera si podía orar por mi suegro; sólo asintió. Me acerqué a orar por él, y la enferma se puso al frente. Le impuse mis manos, y mientras oraba empezó a agitarse mi suegro con mayor intensidad. Sospechando lo que se venía, me acerqué a su oído y le dije varias veces la frase más consoladora del universo: ¡Don Mario, nos vemos en la resurrección!. La enfermera se acercó para auxiliarlo, y de pronto se calmó todo. El oxímetro marcaba inercia. Al tercer segundo otra vez don Mario retomó su agitada respiración, y otra vez aproveché para decirle ¡Don Mario, nos vemos en la resurrección!. A los pocos segundos otra vez se calmó todo. La enfermera lo examinó por todo lado, y luego de quitarle el oxímetro y las sondas, dijo: Acaba de darle un paro respiratorio. Se fue don Mario.

Fui con mi esposa, la abracé y le dije: Se fue tu papá. Procesó mi aviso y se quebró en llanto, y luego corrió a verlo. Los hijos mayores llegaron a pocas horas, y se internaron en la habitación de su padre. Al salir me pidieron que les cuente el episodio. Les conté al detalle. Gracias Justo me dijeron. Al contrario, les respondí. Tuve el privilegio de despedir a mi suegro. La enfermera le dijo a mi esposa: Tu papá quería mucho a tu esposo; sólo estuvo esperándolo para despedirse.

En el velorio dije a todos los invitados don Mario me abrió la puerta de su casa, don Mario me entregó a su hija por esposa; don Mario me dio el privilegio de servirle la Santa Cena, don Mario me dio la gloria de despedirlo a la eternidad. Con esta frase última me quebré al doble. Vino a mi memoria una escena inolvidable del entierro de mi abuelo materno. Mi padre irrumpió con voz quebradiza, justo mientras empujaba con otros la caja hacia el nicho final, y dijo: Yo prometí que te enterraría, y ahora estoy cumpliendo mi palabra. Yo no prometí algo así, aunque algo así sucedió.

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